GILBERTO LÓPEZ Y RIVAS

La Jornada, Opinión

Viernes 25 de septiembre de 2015

El crimen de Estado y lesa humanidad contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa ha sido acompañado por la solidaridad de millones de personas del mundo entero, que el Che, por cierto, consideraba como la ternura de los pueblos. El libro Ayotzinapa: un grito desde la humanidad (México, Ocean Sur, 2015) es precisamente una expresión de esa fraternidad a través de la Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad, que se funda en nuestro país en 2003, como una respuesta de la intelectualidad comprometida latinoamericana frente a la guerra contra los pueblos declarada por Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Fue muy significativo que en su más reciento reunión plenaria, llevada a cabo en Caracas, en diciembre de 2014, dicha red aprobara por unanimidad una declaración en la que expresamente se señaló a Enrique Peña Nieto, presidente de México, en su calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, como principal responsable de la tragedia de Ayotzinapa, y se afirmó tajantemente: Ayotzinapa sintetiza los agravios cometidos por el imperio y la oligarquía local contra el pueblo de México, pero es también el modelo de dominación, impuesto por el neoliberalismo, que no queremos para la humanidad.

Con la aportación de 35 integrantes de la red, procedentes de diversas geografías, el libro aporta un conjunto de reflexiones analíticas de gran envergadura y sentidos poemas, como una contribución a la lucha de los padres, familiares y compañeros de los estudiantes asesinados y desaparecidos forzados, no sólo para exigir la aparición con vida de los 43 normalistas y el castigo a los culpables, sino también para coadyuvar en la construcción de alternativas sistémicas y civilizatorias en que crímenes como el de Iguala nunca más se repitan.

Las ideas centrales de este esfuerzo colectivo remiten al ejercicio de un terrorismo de Estado, con manifestaciones globales, que lleva a la planeación y ejecución de la tragedia de Ayotzinapa, no como un acto aislado y excepcional, sino como parte de una estrategia coherente y premeditada para someter toda disidencia, resistencia u oposición a partir de una violencia múltiple, sistemática y cotidiana, una guerra contra el pueblo difusa y asimétrica, no convencional, cuyo propósito es profundizar el despojo, el saqueo, la desposesión de recursos humanos, naturales y estratégicos en beneficio del capital trasnacionalizado.

En esta dialéctica de violencia demencial, que se sintetiza en Ayotzinapa, se asocian hasta difuminarse y diluirse en un solo victimario con múltiples máscaras, cabezas de la hidra, dirían los zapatistas: el llamado crimen organizado, los aparatos del Estado (autoridades civiles de los tres poderes, fuerzas armadas, policiales y paramilitares), la clase política que integra la partidocracia, los medios de comunicación que conforman la dictadura mediática, la intelectualidad y la academia adocenadas, los sectores corporativos y clientelares del sindicalismo oficialista, pero también, por omisión, los claudicantes, los escapistas, los que pretenden desconocer la realidad de un país devastado.

Entre los actores intelectuales del crimen de Estado y lesa humanidad en Iguala, varios de los autores ubican a ese poder imperial tras el poder formal que afirma gobernar para mover a México: Estados Unidos, principal consumidor de estupefacientes y el más importante vendedor de armas en el mundo. No se trata, en verdad, de luchar contra el narcotráfico, sino de controlar el eficiente y continuo paso de drogas y cuerpos para el progresivo mercado binacional, logrando, además, la cuantiosa inserción financiera de la economía mafiosa con la economía legal del país del norte, mientras fluyen incontenibles hacia el sur las armas para los múltiples grupos armados legales y clandestinos al servicio del terror de Estado y la narcopolítica.

A un año de la tragedia de Iguala, queda claro también que hay que ponerle apellido a la consigna de ¡fue el Estado! Varias de las participaciones de este libro (y las conclusiones de analistas y periodistas de investigación) apuntan a una coordinación operativa de los múltiples actores presentes en la escena del crimen. Cada vez con mayor certeza se fortalece la hipótesis sobre la responsabilidad del Ejército Mexicano en el asesinato y desaparición forzada de los estudiantes normalistas. El informe Ayotzinapa del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que echó por tierra la verdad histórica del gobierno de Peña Nieto, no sólo descubre los datos falsos, las omisiones, suposiciones, tergiversaciones y mutilaciones de la investigación de la PGR, sino también abre la puerta para indagar a los actores que el gobierno ha protegido sistemáticamente en esta y en todas las investigaciones sobre crímenes de Estado en México: los militares.

El reporte especial de Juan Veledíaz en el semanario Proceso en torno a la filiación castrense de 14 policías de Iguala y Cocula detenidos por su presunta participación en el operativo coordinado contra los normalistas, así como los radiogramas y mensajes internos del Ejército, hacen suponer a este periodista que la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014 operó un brazo paramilitar en la desaparición de los 43 normalistas.

A lo largo de estos años he venido insistiendo sobre el papel de los grupos paramilitares a los que el Estado delega el cumplimiento de misiones que las fuerzas armadas regulares no pueden llevar a cabo abiertamente. Estos grupos son ilegales e impunes, porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste, entonces, en el ejercicio ilegal e impune de la violencia del Estado y en la ocultación del origen de esa violencia.

¡Fue el Estado, fue el Ejército! ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!

(http://www.jornada.unam.mx/2015/09/25/opinion/023a2pol)